domingo, 12 de octubre de 2014



Las leyes naturales de la arquitectura eclesiástica se siguen fielmente para diseñar iglesias católicas que logran su objeto, edificios que sirven a Dios y al hombre como estructuras trascendentales, que transmiten verdades eternas a la generaciones futuras.
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Arquitectura y teología.

Uno de los principios básicos generalmente aceptados por los arquitectos, al menos durante un milenio, es que el entorno edilicio tiene la capacidad de afectar profundamente a la persona —la forma en que actúa, la manera en que siente y el modo en que ella es—. Los arquitectos eclesiásticos del pasado y del presente entienden que la atmósfera que genera el templo afecta no sólo el culto, sino también la fe. En última instancia, lo que creemos afecta la forma en que vivimos nuestras vidas. Es difícil separar la teología y la eclesiología del entorno de culto, sea una iglesia tradicional o una iglesia moderna. Si un templo católico no refleja la teología y eclesiología católica, si la construcción debilita y desprecia las leyes naturales de la arquitectura eclesiástica, los fieles arriesgan acepar una fe distinta al catolicismo. 

La arquitectura no es aséptica.

Por eso es que el Código de Derecho Canónico explícitamente define al edificio iglesia como “un edificio sagrado destinado al culto divino” El Catecismo de la Iglesia Católica reitera el punto y va más allá al establecer que las “iglesias visibles no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar, morada de Dios con los hombres reconciliados y unidos en Cristo”

Ésta es una tarea formidable, sabemos, y el arquitecto actual naturalmente se pregunta cómo un simple edificio puede lograr algo así. Afortunadamente, no se encuentra solo en un peligroso vacío, sino que tiene a su alcance más de mil quinientos años de oficio sobre el que reflexionar.

Cuando uno se asoma a la gran herencia arquitectónica de la Iglesia, descubre que desde las primeras basílicas cristianas de Roma hasta las iglesias neogóticas de comienzos del siglo XX en América, las leyes naturales de la arquitectura eclesiástica se siguen fielmente para diseñar iglesias católicas que logran su objeto, edificios que sirven a Dios y al hombre como estructuras trascendentales, que transmiten verdades eternas a la generaciones futuras.

Consideremos, por ejemplo, Notre Dame de París, la joya de la corona parisina, quizá la más famosa de las grandes catedrales cristianas. De esta obra maestra arquitectónica han hablado con devoción incontables crónicas, poemas, novelas y obras artísticas. Considerando que, si lo pensamos, no es la más alta, ni la más grande, ni siquiera la más bella de las catedrales, no se explica fácilmente en el plano natural la universal atracción que ejerce Notre Dame.
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